Instantes finales VII. El marino
El sol emerge llenando la clara superficie de un sinfín de coloreados y luminosos destellos. Sólo se oye el suave y eterno rumor del mar y el siseo del barco. Ante los ojos del anciano marino aparece, como una enorme ola verde, La Isla Sin Nombre. La isla ansiada y buscada, pero jamás encontrada. En su mente, su juventud, su adolescencia, su madurez y su vejez. Toda una vida ansiando el momento, y el momento llegó.
El sol, temblando temeroso, se alza en el azul esparcido del cielo y baña el viejo rostro, sus cicatrices, sus arrugas, su vejez. La verde masa de tierra se eleva poco a poco, como emergiendo en una árida llanura, transparente y luminosa. El viejo levanta las manos, los brazos, el cuerpo entero, su espíritu. Un torrente de órdenes se dispersa a su alrededor, y entonces, sólo entonces, el barco detiene su marcha. Más gritos, más órdenes. Cuerpos trabajando con precisión y rapidez, pero incansables. Y después del trabajo, silencio y esperas. El marino los mira, y ellos le miran, pero antes de que nadie piense, de la isla comienzan a brotar destellos. Un torbellino de luces, de colores, de magnificencia, surge poderoso y se alza como una eterna espiral en dirección al cielo, y de ella un enorme rostro aparece y los mira. Todos observan maravillados el prodigio. En sus corazones una fuerza comienza a expandirse e invadir todas y cada una de sus almas. No se resisten, ni gritan. Uno a uno caen muertos, pero no existe en ellos temor, ni pena, sólo placer. Placer infinito. El anciano es el último en caer. En su cara brilla una sonrisa de inmensa satisfacción. Ha muerto, sí, pero ha muerto mirando a Dios a los ojos.
El sol, temblando temeroso, se alza en el azul esparcido del cielo y baña el viejo rostro, sus cicatrices, sus arrugas, su vejez. La verde masa de tierra se eleva poco a poco, como emergiendo en una árida llanura, transparente y luminosa. El viejo levanta las manos, los brazos, el cuerpo entero, su espíritu. Un torrente de órdenes se dispersa a su alrededor, y entonces, sólo entonces, el barco detiene su marcha. Más gritos, más órdenes. Cuerpos trabajando con precisión y rapidez, pero incansables. Y después del trabajo, silencio y esperas. El marino los mira, y ellos le miran, pero antes de que nadie piense, de la isla comienzan a brotar destellos. Un torbellino de luces, de colores, de magnificencia, surge poderoso y se alza como una eterna espiral en dirección al cielo, y de ella un enorme rostro aparece y los mira. Todos observan maravillados el prodigio. En sus corazones una fuerza comienza a expandirse e invadir todas y cada una de sus almas. No se resisten, ni gritan. Uno a uno caen muertos, pero no existe en ellos temor, ni pena, sólo placer. Placer infinito. El anciano es el último en caer. En su cara brilla una sonrisa de inmensa satisfacción. Ha muerto, sí, pero ha muerto mirando a Dios a los ojos.
Etiquetas: instantes finales, relatos
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